En la penìnsula de Olympic, al noroeste del Estado de Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi siempre permanece encapotado.En esta insignificante localidad llueve màs que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos.Mi madre se escapò conmigo de aquel lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenìa unos meses.Me habìa visto hobligada a pasar allì un mes cada verano hasta que por fin me impuse al cumplir los catorce años;asì que, en vez de eso,los tres ùltimos años,Charlie,mi padre, habìa pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix.Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad que se extendìa en todas las direcciones.
-Bella-me dijo mamà por enèsima vez antes de subir al aviòn-, no tienes por què hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho,xsalvo por el pelo corto y las arrugas de la risa.Tuve un ataque de pànico cuando contemplè sus ojos grandes e ingenuos. ¿Còmo podìa permitir que se las arreglara sola, ella que era tan cariñosa, caprichosa y atolondrada? Ahora tenìa a Phil, por supuesto, por lo que probablemente se pagarìan las facturas, habrìa comida en el frigorìfico y gasolina en el depòsito del coche, y podrìa apelar a èl cuando se encontrara perdida, pero aun asì...

-Es que quiero ir-le mentì. Siempre se em ha dado muy mal eso de mentir, pero habìa dicho esa mentira con tanta frecuencia en los ùltimos meses que ahora casi sonaba convincente.
-Saluda a Charlie de mi parte-dijo con resignaciòn.
-Sì, lo harè.
-T e verè pronto-insistiò-. Puedes regresar a casa cuando quieras. Volverè tan pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponìa esa promesa.
-No te preocupes por mì-le pedì-. Todo irà estupendamente. Te quiero, mamà.
Me abrazò con fuerza duarnte un minuto; luego, subì al aviòn y ella se marchò.
Para llegar a Forks tenìa por delante un vuelo de cuatro horas de Phoenix a Seattle, y desde allì a Port Angeles una hora màs en avioneta y otra màs en coche. No me desagradaba volar, pero me preocupaba un poco pasar una hora en el coche con Charlie.
Lo cierto es que Charlie habìa llevado bastante bien todo aquello.Parecia realmente complacido de que por primera vez fuera a vivir con èl de forma màs o menos permanente. Ya me habìa matriculado en el istituto y me iba a ayudar a comprar un coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incòmoda en su compañìa.Ninguno d elos dos èramos muy habladores que se diga,y, de todos modos, tampoco tenìa nada que contarle.Sabìa que me decisiòn lo hacìa sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo nunca habìa ocultado mi aversiòn hacia Forks.
Estaba lloviendo cuando el aviòn aterrizò en Port Angeles.
No lo considerè un presagio, simplemente era inevitable. Ya me habìa despedido del sol.
Charlie me esperaba en el coche patrulla, lo cual no me extrañò. Para las buenas gentes de Forks, Charlie es el jefe de policìa Swan. La principal razòn de querer comprarme un coche,a pesar de lo escaso de mi ahorros,era que me negaba en redondo a que me llevara por todo el pueblo en un coche con luces rojas y azules en el techo. NO hay anda que ralentice màs al velocidad del tràfico que un poli.

Charlie me abrazò torpemente con un solo brazo cuando bajaba a trompicones la escalerilla del aviòn.
-Me alegro de verte, Bella-dijo con una sonrisa al mismo tiempo que me sostenìa firmemente-. Apenas has cambaido.
¿Còmo està Renèe?
-Mamà està bien. Yo tambièn me alegro de verte, papà
- no le podìa llamar Charlie a la cara.
Traìa pocas amletas. La mayorìa d emi ropa de Arizona era demasiado ligera para llevarla a Washington. Mi madre y yo habiàmos hecho un fondo comùn con nuestros recursos para complementar mi vestuario de invierno,pero, a pesar de todo, era escaso. Todas cupieron fàcilmente en el maletero del coche patrulla.
-He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato-anunciò una vez que nos abrochamos los cinturones de seguridad.
-¿Què tipo de coche?
Desconfiè de la mandera en que habìa dicho "un coche perfecto para ti" en luagar de simplemente "un coche perfecto".
-Bueno, es un monovolumen, un Chevy para ser exactos.
-¿Dònde lo encontrastes?
-¿Te acuerdas de Billy Black, el que vivìa en La Push?
La push en una pequeña reserva india situada en la costa.
- No
-Solìa venir de pesca con nosotros durante el verano -me explicò
Por eso no me acordaba de èl. Se me da bien olvidar las cosas dolorosas e innecesarias.
-Ahora està en una silla de ruedad -continuò Charlie cuando no respondì-,por lo que no puede conducir y me propuso venderme su camiòn por una ganga.
-¿De què año es?
Por la forma en que el cambiò la cara, supe que no era la pregunta que no deseaba oìr.
-Bueno, Billy ha realizado muchos arreglos en el motor. En realidad, tampoco tiene tantos años.
Esperaba que no me tuviera en tan poca estima como para creer que iba a dejar pasar el tema asì como asì.
-¿Cuàndo lo comprò?
- En 1984... Creo.
-¿Y era nuevo entonces?
-En realidad, no.Creo que era nuevo a principios d elos sesenta, o a lo mejor a finales de los cincuenta -confesò con timidez.
-¡Papà, por favor! ¡No sè anda de coches! No podrìa arreglarlo si se estropeara y no me puedo permitir pagar un taller.
-Nada de eso, Bella, el trasto funciona a las mil maravillas. Hoy en dìa no los fabrican tan buenos.
El trasto, repetì en mi fuero interno. Al menos tenìa posibilidades comoa podo.
-¿Y què entiendes por barato?
Despuès de todo, èse era el punto en el que yo no iba a ceder.
- Bueno, cariño, ya te lo he comprado como regalo de bienvenida.
Charlie me mirò de reojo con rostro expectante.
Vaya. Gratis.
- No tenìas que hacerlo, papà. Iba a comprarme un coche.
- No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquì.
Charlie mantenìa la vista fija en la carretera mientras hablaba. Se sentìa incòmodo al expresar sus emociones en voz alta.
Yo lo habìa heredado de èl, de ahì que tambipen mirara hacia la carretera cuando le respondì:
-Es estupendo, papà. Gracias. Te lo agradezco de veras.
Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto en Forks, pero èl no tenìa que sufrir conmigo.Y a caballo regalado no le mires el diente, ni el motor.
- Bueno, de nada. Eres bienvenida - mascullò, avergonzado por mis palabras de agradecimiento.

Intercambiamos unos pocos comentarios màs sobre el tiempo, que era hùmedo, y bàsicamente èsa fue toda la conversaciòn.Miramos a travès de las ventanillas en silencio.
El paisaje era hermoso, por supuesto, no podìa negarlo. Todo era d ecolor verde:los àrboles, los troncos cubiertos de musgo, el dosel de ramas que colgaba d elos mismos, el suelo cubierto de helechos. Incluso el aire que se filtraba entre las hojas tenìa un matiz de verdor.
Era demasiado verde, un planeta alienìgena.
Finalmente llegamos al hogar de Charlie. Vivià en una casa pequeña de dos dormitorios que comprò con mi madre durante los primeros dìas de su amtrimonio. Èstos fuero los ùnicos dìas de su matrimonio, los primeros. Allì, aparcado en la calle delante de una casa que nunca cambiaba, estaba mi nuevo monovolumen,bueno, nuevo para mì. El vehìculo era de rojo desvaìdo, con guardabarros garndes y redondos y una cabina de aspecto bulboso. Par mi enorme sorpresa, me encantò. No sabìa si funcionarìa, pero podìa imaginarme al volante. Ademàs, era unos de esos modelos de hierro sòlido que jamàs sufren daños, la clase de coches que ves en un accidente de tràfico con al pintura intacta y rodeado de los trozos del coche extranjeo que acaba de destrozar.
-¡Caramba, papà!¡Me encanta!¡Gracias!
Ahora, el dìa de mañana parecìa bastante menos terrorìfico.
No me verìa en la tesitura de elegir entre andar tres kilòmetros bajo al lluvia hasta el instituto o dejar que el jefe de policìa me llevara en el coche patrulla.
-Me alegra que te guste - dijo Charlie con voz àspera, nuevamente avergonzado.
Subir todas mis cosas hasat el primer piso requiriò un solo viaje escaleras arriba. Tenìa el dormitorio de la cara oeste, el que daba al patio delantero. Conocìa bien la habitaciòn;habìa sido la mìa desde que nacì. El suelo de madera, las apredes pintadas de azul claro, el techo a dos aguas, las cortinas de encaje ya amarillentas flanqueando las ventanas... Todo aquello formaba parte de mi infancia. Los ùnicos cambios que habìa introducido Charlie se limitaron a sustituir la cuna por una cama y añadir un escritorio cuando crecì.Encima de èste habìa ahora un ordenador de segunda mano con el cable del mòdem grapado al suelo hasta la toma del telèfono màs pròxima. Mi madre lo habìa estipulado de ese modo para que estuvièramos en contacto con facilidad. La mecedora que tenìa desde niña aùn seguìa en el rincòn.
Sòlo habìa un pequeño cuarto d ebaño en lo alto de las escaleras que deberìa compartir con Charlie, intentè no darle muchas vultas al asunto.
Una de las cosas buenas que tiene Charlie es que no se queda revoloteando a tu alrededor. Me dejò sola para que deshiciera mis maletas y me instalara, una hazaña que huviera sido del todo imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no tener que sonreìr ni poner buena cara; fue un respiro que me permitiò contemplar a travès del cristal la cortina de lluvia con desaliento y derramar algunas làgrimas. No estaba de humor para una gran llantina. Eso podìa esperar hasta que me acostara y me pusiera a reflexionar sobre lo que me aguardaba al dìa siguiente.
El aterrador còputo de estudiantes del instituto de Forks era de tan sòlo trescientos cincuenta y siete, ahora trescientos cincuenta y ocho.Solamante en mi clase de tercer año en Phoenix habìa màs de setecientos alumnos. Todos los jòvenes de por aquì se habìan criado juntos y sus abuelos habìan aprendido a andar juntos. Yo serìa la chica nueva de la gran cuidad, una curiosidad, un bicho raro.
Tal vez podrìa utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se espera de una chica de Phoenix, pero fìsicamente no encajaba en modo alguno. Deberìa ser alta, rubia, de tez bronceada, una jugadora de voleibol o quizà una animadora, todas esas cosas propias de quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de las muchas horas de sol de Arizona, sin tener siquiera la excusa de unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre he sido delgada, pero màs bien flojucha y, desde luego, no una atleta. Me faltaba la coordinaciòn suficiente para practicar deportes sin hacer el ridìculo o dañar a alguien, a mì misma o a cualquiera que estuviera demasiado cerca.
Despuès de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de pino, me llevè el neceser al cuarto de baño para asearme tras un dìa de viaje. Contemplè mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y hùmedo. Tal vez se debiera a la luz, pero ya tenìa un aspecto màs cetrino y menos saludable. Puede que enga una piel bonita, pero es muy clara, casi traslùcida, por lo que su apariencia depende del color del lugar y en Forks no habìa color alguno.
Mientras me enfrentaba a mi pàlida imagen en el espejo, tuve que admitir que me engañaba a mì misma. Jamàs encajarìa, y no sòlo por mis carencias fìsicas. Si no me habìa hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿què posibilidades iba a tener aquì?
No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sontonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi madre, la persona con quien mantenìa mayor proximidad, estaba en armonìa conmigo; no ìbamos por el mismo carril. A veces me preguntaba si veìa las cosas igual que el resto del mundo.Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido.
Pero la causa no me importaba, sòlo contaba el efecto. Y mañana no serìa màs que el comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El siseo constante de la lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo. Me tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una jaula.
El desayuno con Charlie se desarrolló en silencio. Me deseó suerte en la escuela y le di las gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran vanas. La buena suerte solía esquivarme. Charlie se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia. Examiné la cocina después de que se fuera, todavía sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, armarios de amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Hace dieciocho años, mi madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa. Había una hilera de fotos encima del pequeño hogar del cuarto de estar, colindante con la cocina y del tamaño de una caja de zapatos. La primera era de la boda de Charlie con mi madre en Las Vegas, y luego la que nos tomó a los tres una amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis fotografías escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso. Tenía que convencer a Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí.
Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Charlie no se había repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentirme incómoda.
No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más tiempo, por lo que me puse el anorak, tan grueso que recordaba a uno de esos trajes empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna.
Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El crujido de mis botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava al andar. No pude detenerme a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se aferraba al pelo por debajo de la capucha.
Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio que Charlie o Billy debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la primera, con gran alivio por mi parte, aunque en medio de un gran estruendo y luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí. Bueno, un monovolumen tan antiguo debía de tener algún defecto. La anticuada radio funcionaba, un añadido que no me esperaba.
No resultó difícil localizar el instituto pese a no haber estado antes. El edificio se hallaba, como casi todo lo demás en el pueblo, junto a la carretera. No resultaba obvio que fuera una escuela, sólo me detuve gracias el cartel que indicaba que se trataba del instituto de Forks. Se parecía a un conjunto de esas casas de intercambio en época de vacaciones construidas con ladrillos de color granate. Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté con nostalgia. ¿Dónde estaban las alambradas y los detectores de metales?
Aparqué frente al primer edificio, encima de cuya entrada había un cartelito que rezaba «Oficina principal». No vi otros coches aparcados allí, por lo que estuve segura de que estaba en zona prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en lugar de dar vueltas bajo la lluvia como una tonta. De mala gana salí de la cabina calentita del monovolumen y recorrí un sendero de piedra flaqueado por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la puerta.
En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que esperaba. La oficina era pequeña: una salita de espera con sillas plegables acolchadas, una basta alfombra con motas anaranjadas, noticias y premios pegados sin orden ni concierto en las paredes y un gran reloj que hacía tictac de forma ostensible. Las plantas crecían por doquier en sus macetas de plástico, por si no hubiera suficiente vegetación fuera.
Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas metálicas llenas de papeles sobre la encimera y anuncios de colores chillones pegados en el frontal. Detrás del mostrador había tres escritorios. Una pelirroja regordeta con gafas se sentaba en uno de ellos. Vestía una camiseta de color púrpura que, de inmediato, me produjo la sensación de ir vestida con ropa demasiado elegante.
La mujer pelirroja alzó la vista.
—¿Te puedo ayudar en algo?
—Soy Isabella Swan —le informé, y de inmediato advertí en su mirada un atisbo de reconocimiento. Me esperaban. Sin duda, había sido el centro de los cotilleos. La hija de la caprichosa ex mujer del jefe de Policía al fin regresaba a casa.
—Por supuesto —dijo.
Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta encontrar los que buscaba.
—Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de la escuela.
Trajo varias cuartillas al mostrador para mostrármelas. Repasó todas mis clases y marcó el camino más idóneo para cada una en el plano; luego, me entregó el comprobante de asistencia para que lo firmara cada profesor y se lo devolviera al finalizar las clases. Me dedicó una sonrisa y, al igual que Charlie, me dijo que esperaba que me gustara Forks. Le devolví la sonrisa más convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al monovolumen. Los seguí, me uní a la cola de coches y conduje hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio comprobar que casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío, ninguno era ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los pocos barrios pobres del distrito Paradise Valley. Era habitual ver un Mercedes nuevo o Porche en el aparcamiento de los estudiantes. El mejor coche de los que allí había era un flamante Volvo, y destacaba. Aún así, apagué el motor en cuanto aparqué en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención de los demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo con la esperanza de no tener que andar consultándolo todo el día. Lo guardé todo en la mochila, me la eché al hombro y respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie me va a morder. Al final, suspiré y salí del coche.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la acera abarrotada de jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra no llamaba la atención.
Pasé una vez al lado de la cafetería. El edificio número tres resultaba fácil de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro sobre un fondo blanco con forma de cuadrado en la esquina del lado este. Noté que mi respiración se acercaba a hiperventilación al aproximarme la puerta. Para paliarla, contuve la respiración y entré detrás de dos personas que llevaban impermeables de estilo unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que me adelantaban se detenían en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara como porcelana y otra chica, también pálida, de pelo castaño claro. Al menos, mi piel no sería nada excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo al que la placa que descansaba sobre su escritorio lo identificaba como Sr. Mason. Se quedó mirándome embobado al leer mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento, y yo, por supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme al resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil mirarme al estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la lista de lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica: Brontë, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era cómodo… y aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras el profesor continuaba con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho, con acné y pelo grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo para hablar conmigo.
—Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de ajedrez.
—Bella —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron para mirarme.
—¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó.
Tuve que comprobarlo con el programa que tenía en la mochila.
—Eh, Historia, con Jefferson, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino. —Demasiado amable, sin duda—. Me llamo Eric —añadió.
Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza. Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas. Esperaba no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve mucho, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprehensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente.
En fin, suerte —dijo cuando rocé la manivela—. Tal vez coincidamos en alguna otra clase.
Pareció esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor de Trigonometría, el señor Varner, a quien habría odiado de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el único que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada asignatura. Siempre había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba Forks. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de Español, y me acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi uno sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados. No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los profesores y las clases. No intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas, a quienes me presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Eric, me saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación con siete desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de donde me encontraba. Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos tenían delante una bandeja de comida. No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que no había peligro en que los estudiara sin temor a encontrarme con un par de ojos excesivamente interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro chico. De los tres, uno era fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y rizado. Otro, más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el pelo del color de la miel. El último era desgarbado, menos corpulento, y llevaba despeinado el pelo castaño dorado. Tenía un aspecto más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la universidad o incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural. Tenía una figura preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista Sports Illustrated, y todas las chicas de alrededor perdían buena parte de su autoestima sólo por estar cerca. Tenía el pelo rubio, que le caía en cascada hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada punto señalando en una dirección, y de un negro intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal, los estudiantes más pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin Sol. Más pálida que yo, que soy albina. Todos tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los cabellos, y ojeras malvas, similar al morado de las moladuras. Era como si todos padecieran de insomnio o se estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero todo aquello no era el motivo por el que no conseguía apartar la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan similares al mismo tiempo, eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por un artista antiguo como el rostro de un ángel. Resulta difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia perfecta o el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada, unos de otros, del resto de los estudiantes, de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja —el refresco sin abrir, la manzana sin morder— mientras los miraba y se alejó con un trote grácil, veloz, propio de un corcel desbocado. Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a la que habría considerado posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados, inmóviles.
—¿Quiénes son ésos? —pregunté a la chica de la clase de Español, cuyo nombre se me había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me refería, aunque probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, el más delgado y de aspecto más juvenil, tal vez el más joven, me miró. Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, entonces sus ojos oscuros se posaron sobre los míos.
Desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada de vergüenza. Su rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era como si, pese a haber decidido no reaccionar previamente, hubiera levantado los ojos en una involuntaria respuesta cuando mi compañera de mesa pronunció su nombre.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y fijó la vista en la mesa, igual que yo.
—Son Edward y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La que se acaba de marchar se llama Alice Cullen; todos viven con el doctor Cullen y su esposa —me respondió con un hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora miraba su bandeja mientras desmigajaba una rosquilla con sus largos y níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir apenas sus labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada perdida, y, aun así, creí que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y pasados de moda!, pensé. Era la clase de nombres que tenían nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de moda aquí, tal vez fueran los nombres propios de un pueblo pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Jessica, un nombre perfectamente normal. Había dos chicas con ese nombre en mi clase de historia en Phoenix.
—Son… guapos.
Me costó encontrar un término mesurado.
—¡Ya te digo! —Jessica asintió mientras soltaba otra risita tonta—. Pero están juntos. Me refiero a Emmet y Rosalie, y Jasper y Alice, y viven juntos.
Su voz resonó con toda la conmoción y reprobación de un pueblo pequeño, pero, para ser sincera, he de confesar que aquello daría pie a grandes cotilleos incluso en Phoenix.
—¿Quiénes son los Cullen? —pregunté—. No parecen parientes…
—Claro que no. El doctor Cullen es muy joven, tendrá entre veinte y muchos y treinta y pocos. Todos son adoptados. Los Hale, los rubios, son hermanos gemelos, y los Cullen son su familia de acogida.
—Parecen un poco mayores para estar con una familia de acogida.
—Ahora sí, Jasper y Rosalie tienen dieciocho años, pero han vivido con la señora Cullen desde los ocho. Es su tía o algo parecido.
—Es muy generoso por parte de los Cullen cuidar de todos esos niños siendo tan jóvenes.
—Supongo que sí. —Admitió Jessica muy a su pesar. Me dio la impresión de que, por algún motivo, el médico y su mujer no le caían bien. Por las miradas que lanzaba en dirección a sus hijos adoptivos, supuse que eran celos, luego, como si con eso disminuyera la bondad del matrimonio, agregó—: Aunque tengo entendido que la señora Cullen no puede tener hijos.
Mientras manteníamos esta conversación, dirigía miradas furtivas una y otra vez hacia donde se sentaba aquella extraña familia. Continuaron mirando las paredes y no probaron bocado.
—¿Siempre han vivido en Forks? —pregunté. De ser así, seguro que los habría visto en alguna de mis visitas durante las vacaciones de verano.
—No —dijo en una voz que dio a entender que debía de ser obvio, incluso para una recién llegada como yo—. Se mudaron aquí hace dos años, vinieron desde algún lugar de Alaska.
Experimenté una punzada de compasión y alivio. Compasión porque, a pesar de su belleza, eran extranjeros y resulta evidente que no se les admitía. Alivio por no ser la única recién llegada y, desde luego, no la más interesante.
Uno de los Cullen, el más joven, levantó la vista mientras los estudiaba y nuestros ojos se encontraron, en esta ocasión con una manifiesta curiosidad. Cuando desvié la mirada, me pareció que en sus ojos brillaba una expectación insatisfecha.
—¿Quién es el chico de pelo cobrizo? —pregunté.
Lo miré de refilón. Seguía observándome, pero no con la boca abierta, a diferencia del resto de estudiantes. Su rostro reflejó una ligera contrariedad. Volví a desviar la vista.
—Se llama Edward. Es guapísimo, por supuesto, pero no pierdas el tiempo con él. No sale con nadie. Parece que ninguna de las chicas del instituto le parecen lo bastante guapas —dijo con desdén, en una muestra clara de despecho. Me pregunté cuándo la habría rechazado.
Me mordí el labio para ocultar una sonrisa. Entonces lo miré de nuevo. Había vuelto el rostro, pero me pareció ver estirada la piel de sus mejillas, como si también estuviera sonriendo.
Los cuatro abandonaron la mesa al mismo tiempo, escasos minutos después. Todos se movían con mucha elegancia, incluso el forzudo. Me desconcertó verlos. Él que respondía al nombre de Edward no me miró de nuevo.
Permanecí en la mesa con Jessica y sus amigas más tiempo del que me hubiera quedado de haber estado sola. No quería llegar tarde a mis clases el primer día. Una de mis nuevas amigas, que tuvo la consideración de recordarme que se llamaba Angela, tenía, como yo, clase de segundo de Biología a la hora siguiente. Nos dirigimos juntas al aula en silencio. También era tímida.
Nada más entrar en clase, Angela fue a sentarse a una mesa con dos sillas y un tablero de laboratorio con la parte superior de color negro, exactamente igual a las de Phoenix. Ya compartía la mesa con otro estudiante. De hecho, todas las mesas estaban ocupadas, salvo una. Reconocí a Edward Cullen, sentado cerca del pasillo central, junto a la única silla vacante, por lo poco común de su cabello.
Lo miré de forma furtiva mientras avanzaba por el pasillo para presentarme al profesor y que éste me firmara el comprobante de asistencia. Entonces, justo cuando yo pasaba, se puso rígido en la silla. Volvió a mirarme fijamente y nuestras miradas se encontraron. La expresión de su rostro era de lo más extraño, hostil, airada. Pasmada, aparté la vista y me sonrojé otra vez. Tropecé con un libro que había en el suelo y me tuve que aferrar al borde de una mesa. La chica que se sentaba en la misma soltó una risita.
Me había dado cuenta de que tenía unos ojos negros, negros como carbón.
El señor Banner me firmó el comprobante y me entregó un libro, ahorrándose toda esa tontería de la presentación. Supe que íbamos a caernos bien. Por supuesto, no le quedaba otro remedio que mandarme a la única silla vacante en el centro del aula. Mantuve la mirada fija en el suelo mientras iba a sentarme junto a él, ya que la hostilidad de su mirada aún me tenía aturdida.
No alcé la vista cuando deposité el libro sobre la mesa y me senté, pero lo vi cambiar de postura al mirar de reojo. Se inclinó en la dirección opuesta, sentándose al borde de la silla. Apartó el rostro como si algo apestara. Olí mi pelo con disimulo. Olía a fresas, el aroma de mi champú favorito. Me pareció un olor bastante inocente. Dejé caer mi pelo sobre el hombro derecho para crear una pantalla oscura entre nosotros e intenté prestar atención al profesor.
Por desgracia, la clase versó sobre la anatomía celular, un tema que ya había estudiado. De todos modos, tomé apuntes con cuidado, sin apartar la vista del cuaderno.
No me podía controlar y de vez en cuando echaba un vistazo a través del pelo al extraño chico que tenía al lado. Éste no relajó aquella postura envarada —sentado al borde de la silla, lo más lejos posible de mí— durante toda la clase. La mano izquierda, crispada en un puño, descansaba sobre el muslo. Se había arremangado la camisa hasta los codos. Debajo de su piel clara podía verle el antebrazo, sorprendentemente duro y musculoso. No era de complexión tan liviana como parecía al lado del más fornido de sus hermanos.
La clase parecía prolongarse mucho más que las otras. ¿Se debía a que las clases estaban a punto de acabar o porque esperaba a que abriera el puño que cerraba con tanta fuerza? No lo abrió. Continuó sentado, tan inmóvil que parecía no respirar. ¿Qué le pasaba? ¿Se comportaba de esa forma habitualmente? Cuestioné mi opinión sobre la acritud de Jessica durante el almuerzo. Quizá no era tan resentida como había pensado.
No podía tener nada que ver conmigo. No me conocía de nada.
Me atreví a mirarle a hurtadillas una vez más y lo lamenté. Me estaba mirando otra vez con esos ojos negros suyos llenos de repugnancia. Mientras me apartaba de él, una frase, «Si las miradas matasen…», cruzó por mi mente.
El timbre sonó en ese momento. Yo di un salto al oírlo y Edward Cullen abandonó su asiento. Se levantó con garbo de espaldas a mí —era mucho más alto de lo que pensaba— y cruzó la puerta del aula antes de que nadie se hubiera levantado de su silla.
Me quedé petrificada en la silla, contemplando con la mirada perdida cómo se iba. Era realmente mezquino. No había derecho. Empecé a recoger los bártulos muy despacio mientras intentaba reprimir la ira que me embargaba, con miedo a que se me llenaran los ojos de lágrimas. Solía llorar cuando me enfadaba, una costumbre humillante.
—Eres Isabella Swan, ¿no? —me preguntó una voz masculina.
Al alzar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro aniñado y el pelo rubio en punta cuidadosamente arreglado con gel. Me dirigió una sonrisa amable. Obviamente, no parecía creer que yo oliera mal.
—Bella —le corregí, con una sonrisa.
—Me llamo Mike.
—Hola, Mike.
—¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
—Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
—También mi siguiente clase.
Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia en una escuela tan pequeña.
Anduvimos juntos a clase. Hablaba por los codos e hizo el gasto de casi toda la conversación, lo cual fue un alivio. Había vivido en California hasta los diez años, por eso entendía cómo me sentía ante la ausencia del Sol. Resultó ser la persona más agradable que había conocido aquel día.
Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:
—Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edward Cullen, o qué? Jamás lo había visto comportarse de ese modo.
Tierra, trágame, pensé. Al menos no era la única persona que lo había notado y, al parecer, aquél no era el comportamiento habitual de Edward Cullen. Decidí hacerme la tonta.
—¿Te refieres al chico que se sentaba a mi lado en Biología? —pregunté sin malicia.
—Sí —respondió—. Tenía cara de dolor o algo parecido.
—No lo sé —le respondí—. No he hablado con él.
—Es un tipo raro. —Mike se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al vestuario—. Si hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo sí hubiera hablado contigo.
Le sonreí antes de de cruzar la puerta del vestuario de las chicas. Era amable y estaba claramente interesado, pero eso no bastó para disminuir mi enfado.
El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me consiguió un uniforme, pero no me obligó a vestirlo para la clase de aquel día. En Phoenix, solo teníamos que asistir dos años a Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro años. Forks era mi infierno personal en la tierra en el más literal de los sentidos.
Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban de forma simultánea. Me dieron náuseas al verlos y recordar los muchos golpes que había provocado, y recibido, cuando jugaba al voleibol.
Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me dirigí lentamente a la oficina para entregar el comprobante con las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era más frío y soplaba con fuerza. Me envolví con los brazos para protegerme.
Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en la cálida oficina.
Edward Cullen se encontraba de pie, en frente del escritorio. Lo reconocí de nuevo por el desgreñado pelo castaño dorado. Al parecer, no me había oído entrar. Me apoyé contra la pared del fondo, a la espera de que la recepcionista pudiera atenderme.
Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable. Intentaba cambiar la clase de Biología de la sexta hora a otra hora, a cualquier otra.
No me podía creer que eso fuera por mi causa. Debía de ser otra cosa, algo que había sucedido antes de que yo entrara en el laboratorio de Biología. El causante de su aspecto contrariado debía de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que aquel desconocido sintiera una aversión tan intensa y repentina hacia mí.
La puerta se abrió de nuevo y una repentina corriente de viento helado hizo susurrar los papeles que había sobre la mesa y me alborotó los cabellos sobre la cara. La recién llegada se limitó a andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles y salió, pero Edward Cullen se envaró y se giró —su agraciado rostro parecía ridículo— para traspasarme con sus penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello de los brazos. La mirada no duró más de un segundo, pero me heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró hacia la recepcionista y de forma apresurada dijo con voz aterciopelada:
—Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias por su ayuda
Giró sobre sí mismo sin mirarme y desapareció por la puerta.
Me dirigí con timidez hacia el escritorio —por una vez con el rostro lívido en lugar de colorado— y le entregué el comprobante de asistencia con todas las firmas.
—¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? —me preguntó de forma maternal.
—Bien —mentí con voz débil.
No pareció muy convencida.
Era casi el último coche que quedaba en el aparcamiento cuando entré en el monovolumen. Me pareció un refugio, el lugar más acogedor de aquel horrendo y húmedo agujero. Permanecí varios minutos sentada mirando por el parabrisas con la mirada ausente, pero pronto tuve tanto frío que necesité encender la calefacción. Arranqué y el motor rugió. Me dirigí de vuelta a la casa de Charlie, y traté de no llorar durante todo el camino.